Hay un objeto abandonado en el museo y los agentes de seguridad nos tienen rodeados. No nos dejan salir y no los dejan entrar. Justo cuando quería irme a dormir una siesta mirando la torre Eiffel.
Los parlantes hablan multilingües:
«Hay un objeto abandonado en el museo. Rogamos a su dueño que lo recoja».
Dramáticamente estudio los peligros potenciales a mi alrededor en caso de que explote una bomba: los vidrios de las obras renacentistas pueden estallar en mil pedazos; las luces del techo, soltarse en caída libre; y así continúo analizando las posibilidades de la piedra de las esculturas y el techo abovedado de vidrio.
Me acerco al umbral de una sala; acá me siento a salvo de todo lo anterior. Pero mi curiosidad es más fuerte y rezo para que no me mate. Quiero saber más.
El objeto abandonado está en la entrada del museo. El parlante sigue repitiendo como una máquina rota. Las personas se transformaron en multitud, ocupando todo el pasillo central. Algunos se mueven, inquietos, entrando y saliendo de las salas. Otros esperan la liberación sentados entre esculturas, mezclados con las figuras de hombres y mujeres desnudos. El parlante repite y repite. Me pregunto si estamos acá por algún motivo absurdo o si ya están escribiendo sobre nosotros en los diarios del mundo. No siento que vaya a morir, y quizá por eso me entrego a la imaginación y deambulo sin miedo entre una muchedumbre de estatuas vivas.
