Cuando tenía quince años leí en Internet una frase de Solange Knowles, hermana de Beyoncé, en la que comparaba un par de cejas a dos orugas. No sé si eran las de Solange o era ella quien criticaba otras, pero lo cierto es que esas palabras se conectaron en mi cabeza para siempre y me abrieron los ojos a las mías propias. Me miré en el espejo y comprobé horrorizada que bien podrían ser las mías el blanco de esa comparación desgraciada. En un segundo se me vino toda la vergüenza no asimilada de años de verme así y que nadie me lo dijera. Era adolescente e insegura y busqué la pinza de depilar de mi madre como si mi vida (social) dependiera de eso. Me encerré en el baño y ataqué. Mis dedos se movían con una urgencia enfurecida, revolucionada mi cabeza con el descubrimiento y el deseo de «corregirme». Al poco tiempo mi mamá tocó la puerta. Abrí; la piel roja, irritada.
– ¿Qué estás haciendo Sofía?
– Me estoy depilando las cejas.
– ¿¿¿Por qué???
– ¡¡¡Porque son enormes!!! ¡¡¡Nadie me dijo nada todo este tiempo!!! ¡¡¡Parezco un varón!!!
– No seas exagerada Sofía, tenés unas cejas re lindas. Cuidado con eso, no te crecen más.
Me costó superar esa vergüenza nostálgica de tener cejas frondosas y no saberlo pero, revistas e Internet de por medio, logré mantenerlas bajo control y con una forma que sí «era aceptable». Después llegó Cara Delevingne y desafió los mandatos sociales de la era digital donde tener cejas gruesas era un privilegio que muy pocas de nosotros podíamos alcanzar naturalmente. Yo era una de esas. O había sido.
Desde entonces la pinza de depilar fue a parar a un lugar más oscuro de mi cajón. Los meses pasaron y me di cuenta que mi madre había tenido razón: los pelos no vuelven. Lamenté haber sido tan insegura e impulsiva. Más allá de las modas pasajeras impuestas por la influencia poderosa de Internet y las redes sociales, realmente añoro los días en que mis cejas eran dos orugas negras, naturales y orgullosas. Sí, las habría depilado un poco pero no por Solange: por mí.
