Mala madre

A Melvin lo picó una avispa. Estábamos jugando en el jardín, yo sentada en el pasto y él atrapando mis manos con sus dientes, cuando lo vi saltar y dar vueltas con los ojos bien grandes, como si estuviese experimentando algo por primera vez. Y de repente la vi. Roja, enorme, asesina. Estaba agarrándose como podía de la oreja de Melvin, en medio de ese zamba. Miré a mi alrededor y agarré un arma. Me alcé con uno de sus palos preferidos y, con cuidado, la desprendí con un swing de su pelo frizzado y la pisoteé con mi zapatilla. Miré de reojo a Melvin, no vaya a ser que estuviese manifestando una alergia horrible y tuviese que llamar a Emergencias. Pero solo se lamía la pata delantera. Se había alejando de la arena de combate y se intentaba curar de esa venganza absurda. Y pensé: mi primer instinto no había sido volar la avispa con mi mano. No. Me tomé unos segundos de más, analicé la situación y prioricé mi bienestar. Si hubiera sido mi hijo humano, ¿habría actuado con la misma racionalidad y egoísmo? ¿O me hubiese lanzado a matar, sin importar mi semi fobia a insectos voladores con aguijón? Me dio culpa, y más aún cuando, mientras escribía esto, se me acercó a darme un millón de besos parado en dos patas.

Mi perro es mejor hijo de lo que yo soy como persona. Ouch.

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