La esperó en la puerta de su casa, una casa amarilla con rejas coloniales. No estaba pintada de amarillo: era el color del tiempo y el descuido. Pensó en que era interesante. Como si fuese el reflejo de su alma.
La luz que salía de la casa se apagó y ahí apareció ella, en el umbral de la puerta. Primero la vio de espaldas, haciendo ruido con las llaves. El farol iluminaba débil, amarillo. Se dio vuelta y la vio. Pensó que estaba hermosa.
No había terminado de guardarla en sus ojos cuando un auto lo pasó por su izquierda y estacionó frente al suyo. Un auto gris polarizado. Se bajaron una, dos, tres chicas, que entre pasos cortos y sonido de tacos se apresuraron a donde ella esperaba. Se dieron unos besos rápidos y entraron al asiento trasero de su auto. Ella, en cambio, abrió la puerta del copiloto y se acomodó la pollera para que le tapara las rodillas. Lo miró y atisbó un sonrisa. Él le sonrió. «¿Vamos a bailar?», le preguntó. «Sí», le respondió ella, mirándolo a los ojos.
Se le formó una sonrisa tímida que no podía quitar de su boca, y para disimular se concentró en cambiar la estación de la radio. No podía evitar sentirse como un muchacho, joven y loco de amor. Ella le provocaba esos nervios y esas ganas descontroladas de tomarle la mano y mostrarle que no necesitaba a nadie ni nada más.
Encontró un tema de Rod y lo dejó sonar. Le encantaba Rod, y supo que a ella también porque movía el pie sin darse cuenta y el borde de la pollera bailaba sobre sus rodillas. Pensó en cuánto le gustaría bailar esa canción. Quería tocarle el pelo, olerla.
Trató de llegar a destino en seis canciones, pero alcanzaron a sonar solo cuatro. Maldijo el poco tránsito que había encontrado en el camino, justo esa noche, justo con ella. No se le ocurrió cómo demorar más la llegada, entonces estacionó, disimulando su reticencia. Vio cómo decenas de jóvenes -más jóvenes que él- pasaban a su lado, caminando por la calle, y los envidió. Ellos la verían bailar, con los ojos cerrados y una sonrisa de placer. Verían su pollera subir y verían sus muslos. De pronto se sintió impotente, desamparado. No podía hacer nada con su libertad y no tenía control alguno sobre esa noche. No quería dejarla ir y exponerla a los ojos lascivos de esa multitud que la rondaría con paciencia, hasta ganarla.
– ¿Cuánto es, señor?-, preguntó ella. Él la miró sin entender. -¿Cuánto le debemos?-, repitió apurada. Escuchó cómo sus amigas abrían la puerta trasera e iban saliendo.
– Tr-treinta y dos pesos, señorita-, tartamudeó.
– Acá está, justo. Gracias-. Esta vez no lo miró y salió rápido del auto. Cerró la puerta sin cuidado y apuró el paso de aguja. La vio irse; su pollera demasiado corta, su pelo demasiado largo. La vio sonreír a un patovica, entrar sin burocracia al boliche y desaparecer adentro.
Él guardó el dinero en su magra billetera y decidió que su turno había terminado. Pensó que la palabra «abatido» era la que mejor lo describía.
No había terminado de pensar en su tristeza cuando vio a una muchacha de pelo largo y pollera corta caminando a contramano de los demás. La siguió mirando hasta que ella lo sintió y lo vio. Se acercó rápido, abrió la puerta y le preguntó:
-¿Está ocupado?
-Te llevo. Subí.
