Robertito Roberto

La vi por casualidad. Solitaria y hermosa, posando tras el vidrio. Era delgada y suave; cuando me animé a tocarla sentí un cosquilleo eléctrico en mis dedos. Era demasiado para mí, pero la quería, la deseaba.

Puse mis ahorros en el mostrador y me fui sonriendo. Iba a ser la envidia de todos. Ja, me moría por ver sus caras. Sí, era yo, Roberto. Robertito no. Ahora más respeto, ahora soy grande, y ustedes ya no me asustan.

La mañana siguiente me desperté temprano. Había dormido poco pero no me importaba; por primera vez tenía ganas de ir a la escuela.

Me puse el uniforme y abrí el envoltorio. La sentí por segunda vez en mis manos. Me miré con ella en el espejo y el contraste me excitó. Yo era una sombra gris y ella, fuego. Roja y brillante, se enroscó en mi cuello en un nudo firme, perfecto, resultado de tanta práctica a escondidas de mi padre. Él hubiera estado orgulloso, lo sabía, pero por alguna razón no podía imaginar su sonrisa, o sentir su palmada en la espalda.

Enfoqué mis ojos. En el reflejo aparecía un Roberto mayor, adulto. Ya no era más el Robertito de trece años, tímido, vulnerable, raro. No, ahora no me asustaba nada.

En ese momento supe que íbamos a ser inseparables. La gente nos miraría y diría: “Robertito, qué grande estás”, “Robertito, qué elegante estás con esa corbata”, “Qué muchacho inteligente, ese Robertito”. Y yo les contestaría: “Robertito no, señoras, soy Roberto”.

Deja un comentario