Sonó la campana. En unos segundos estaban en el comedor y acomodándose en sus respectivas sillas. Les sirvieron el mismo plato que todos los martes pasados: pescado a la plancha con batatas asadas. Había sido una de sus comidas preferidas, pero la rutina le había cambiado el apetito.
A una mesa de distancia, en frente, lo tenía a él. José era un loco de la guerra, un hombre diferente a todos los que había conocido. Su madre se habría escandalizado si Emilia le hubiera confesado que estaba enamorada. Le encantaba cómo se desenvolvía con el resto de sus compañeros, siempre amable y divertido. Sus historias descabelladas eran el pasatiempo preferido de muchos. Emilia lo había observado de lejos, aprendiendo de él tanto que, sin haberse hablado una sola vez, sabía que le pertenecía, que era suya.
En eso estaba pensando cuando la miró. Avergonzada, Emilia desvió la mirada, haciendo un esfuerzo por entender cuál era el tema de conversación de su propia mesa. “Parezco una tonta, mirándolo. Una chiquilla maleducada. ¿Qué puede estar pensando? Soy tan evidente, tan evidente…”.
José siguió sus movimientos, las manos nerviosas que jugaban con sus pulseras y anillos costosos, sus ojos atentos que no pestañeaban. Era la mujer más bella que había visto. Recordó el momento en que la vio: sentada frente al piano, muy derecha, con sus tacones azules que marcaban los tiempos de una melodía que le había quedado grabada en la memoria y que muchas veces tarareaba, a la noche, mientras guardaba su libro.
Ella sentía el corazón acelerado. No recordaba la última vez que había estado así. Ni siquiera su marido – que en paz descanse -, le había provocado esas sensaciones. Se levantaba cada mañana con la esperanza de que la ubicarían cerca de él, de que tendría la oportunidad de rozarle el brazo, oler su colonia. Se sentía de nuevo una adolescente, pero más madura, menos ingenua. Quería vivir alguna locura con él, pero su timidez femenina la frustraba, y el coqueteo que en su cabeza creaba se reducía a unas miradas furtivas y patéticas.
Sirvieron el postre. José observó cómo comía las frutillas, tan elegante y femenina; aún conservaba los modales impecables que le habían enseñado de niña. Lo fascinaba, pero había algo en él que se resistía a acercársele. Había habido muchas mujeres en su vida, a muchas había lastimado, y a muchas les había dejado una partecita de su alma. Pasados los años, se había resignado a la idea de que no era un buen candidato para ninguna, que no era un marido conveniente, y eligió entonces la soledad, una especie de ostracismo voluntario en el que hasta ahora se había sentido muy cómodo. Pero estaba ella. Emilia y sus tacones azules. Emilia y sus dedos de pianista. Emilia y su espíritu joven.
Esa noche leyó poemas. Cada uno parecía hablar de ella, como si los autores se hubieran enamorado y tomado como su musa. No le hubiera extrañado. Se preguntó si sería capaz de escribir en estrofas sus sentimientos, y más aún, entregarle en silencio su carta, para que comprendiera lo que sus palabras no hubieran podido expresar. Pero pronto se desanimó, avergonzado de haberse comparado con aquellos valientes hombres y se durmió en un sueño intranquilo.
Emilia despertó sobresaltada. Era una noche tranquila y sin viento. Todo era silencio. Pensó en José. Esa tarde habían estado en los salones de lectura contiguos, y ella había sentido el impulso incontrolable de levantarse de su silla, apartar su novela y caminar hacia él, sin ninguna idea de qué le diría, pero con una determinación que la había sorprendido y costado aplacar. Su raciocinio siempre ganaba, no había qué hacer. Y su siguiente tristeza era costumbre.
Completamente lúcida, en medio de la oscuridad, resolvió imitar a sus heroínas literarias. Estaba cansada de esperar que las cosas sucedieran, de su pasividad y falta de iniciativa. Quería sorprenderse a ella misma y desafiar las reglas del juego que le habían enseñado respetar. Mañana, antes del almuerzo, le propondría a José leer juntos, o enseñarle a tocar el piano, o preguntarle de dónde venía, cómo había sido su vida antes de ingresar aquí. Sí, sería valiente, una mujer transgresora. La idea la divirtió y, sus ansias apaciguadas, acostó su cabeza en la almohada y se durmió, con una tímida sonrisa en sus labios.
La mañana siguiente fue gris y lluviosa. Emilia se vistió con su mejor vestido y sus tacones azules. Se perfumó con su colonia francesa preferida y, luego de consultar el espejo, se preparó para salir de su habitación.
En el pasillo las enfermeras caminaban apresuradas, con caras de preocupación y ojerosas, como si hubieran pasado la noche anterior en vela. Emilia intentó escuchar lo que decían. “… muy mala noche, pobre hombre. Se despertó a eso de las tres con fiebre y delirando. No hubo forma de bajarle la temperatura. Parece que miraba al médico y recitaba fragmentos de poemas. Poemas de amor, mirá vos. La pesadilla duró toda la noche. Murió esta mañana, don José”.
Emilia se quedó allí, parada, inmóvil, sin pestañear. “Recitaba fragmentos de poemas, poemas de amor”. Cerró los ojos y contó hasta veinte. No se derrumbaría, no lloraría. No era eso lo que le habían enseñado. Respiró hondo y caminó hacia el salón de música. Levantó la tapa pesada de madera oscura y tocó las primeras notas de su melodía. Se la había escrito para él, para tocarla con él algún día. Había sido su declaración de amor. Pero ya no estaba.
La dejaron tocar, sin interrumpirla. Ella siguió hasta que los tacones azules le lastimaron los talones, los dedos le dolieron y no pudo contenerse más.
