Escuchó el repiqueteo del agua entre las rocas y cerró los ojos. No pensó en nada. Sentía el aire tibio en su cara y sus brazos, el pasto bajo su cuerpo, los pájaros arriba de su cabeza, estampados móviles contra el cielo azul.
Se mantuvo así durante varios minutos, en un estado de relajación que no había experimentado nunca. Sus fantasmas estaban muertos.
Abrió los ojos y contempló lo que lo rodeaba. Todo era azul, verde y tierra. No existía el tiempo. El cielo cambiaba de color y esa era la eternidad.
Oyó unas risas infantiles. Dándose vuelta las vio: sus cabellos castaños eran baile, sus risas canto. Se quedó quieto, invisible aún para ellas, deseoso de ver más, de prolongar ese momento, como si su presencia pudiera estropearlo. Ellas daban saltitos y se tomaban de la mano, mirando el cielo con los ojos cerrados.
De pronto lo vieron allí sentado, hipnotizado. Le sonrieron y él se levantó despacio. Caminó hacia ellas, tan parecidas eran, tan hermosas. Quería susurrarles tantas palabras que no las encontró, simplemente las miró con su alma y alargó los brazos para atraerlas hacia él. Quería besarles la frente y permanecer así para siempre.
Alargó sus pasos, impaciente por llegar a ellas, pero vio con horror que cada metro que avanzaba hacía que sus cuerpos temblaran y perdieran nitidez. Ya no podía distinguir el detalle de sus vestidos ni sus manos enredadas. Aceleró con desesperación, confundido. Podía ver a través de ellas el río oscuro y violento. Sintió el viento embestir contra su espalda y oyó los cuervos que sobrevolaban su cabeza en círculos. Las buscó con la mirada y no las encontró.
Estaba solo y todo a su alrededor era gris. Su espalda descansaba contra una pared dura y húmeda, la última huella del sueño desaparecía en las venas abiertas de sus brazos. Enfocó sus ojos y vio a otros soñando despiertos, como él. El ventilador marcaba el ritmo de su pulso, irregular y aturdidor. La poca luz que se filtraba por la ventana pequeña y opaca jugaba con las sombras de colchones rotos, cajas llenas de nada y los restos de muebles comidos por ratas.
Deprimido y con una profunda angustia que lo ahogaba, ajustó su brazo izquierdo y cerró los ojos con fuerza, esperando el momento de poder escapar de nuevo y encontrarse con ellas. Quizá esta vez fuera para siempre.
