La vida entre frecuencias

[COLUMNA DE OPINIÓN]

La aparición de la telefonía celular marcó el principio de una era, cuyo final está lejos de poder divisarse. Las ventajas que trajeron a la vida cotidiana son innumerables; sin embargo, convivimos también con las consecuencias que produjeron su abuso y las nuevas formas de comunicación.

Aerosmith y su carismático vocalista Steven Tyler rugen apenas a un metro de donde estoy sentada. A diez metros más allá la electrónica hace vibrar a los más próximos. Al mismo tiempo, se escucha de fondo el pulso incesante de dos dedos que marcan el ritmo del extraño híbrido musical. La orquesta ambula por las calles del Microcentro porteño arriba del 130, y no exactamente con la aprobación de la mayoría popular.

Han pasado sólo 28 años desde que el famoso “ladrillo” Motorola fundó la primera generación de celulares, y a partir de ese momento la reproducción a escala global fue imposible de controlar. El boom de la telefonía celular es un fenómeno que lejos está de considerarse acabado; el mercado creció hasta convertirse en un gigante entrenado para alimentar a un público que no se sacia y que pide más y más.

Los límites no existen: a la mera transmisión de voz se le sumó la escritura instantánea, luego la reproducción de música y hasta la navegación por Internet. El celular se ha convertido en prueba de la creatividad casi infinita del hombre. Algunos dirán que se trata de un hito en la historia del progreso humano pero, ¿hasta qué punto esto es cierto?

No se puede negar que el famoso invento transformó la comunicación y nuestro día a día. Hoy nuestra voz puede cruzar océanos y mantener una claridad y sensación de cercanía asombrosos. Podemos escuchar a nuestra banda preferida mientras hacemos ejercicio en la plaza, “chatear” sin computadora, sacar fotos desde el tren y recomendar en Twitter la exposición de arte que estamos recorriendo. Sin embargo, la moneda tiene dos lados, y el celular no es la excepción.

Con frecuencia escuchamos hablar de ciencia, progreso, avances tecnológicos, el alcance de la inteligencia humana, y demás auto-elogios a nuestra naturaleza. ¿Pero qué sucede cuando se ponen a jugar estas magníficas cualidades en una situación corriente de intercambio con el otro? De repente nos encontramos, algunos, atrapados entre el enojo y los “celos” porque el celular acapara más atención que nosotros. Realmente, ¿hasta qué punto es admisible competir con un aparato para sostener una conversación ininterrumpida por más de diez minutos?

Olvidamos, en este tipo de ocasiones, que el otro no tiene adentro un chip ni cuenta con un botón de “pausa” para ser congelado. Nos permitimos ignorarlo mientras atendemos a otras personas, sea respondiendo un mensaje de texto o enviando un correo electrónico. Mientras tanto, nuestro compañero acepta esto y espera su vuelta a escena distrayéndose con los transeúntes que a la carrera se esquivan en la vereda, o leyendo los carteles de propaganda política que empapelan la ciudad. Y esto no nos sorprende como debería; somos cómplices y partícipes de un comportamiento irrespetuoso y carente de sentido de ubicación hacia el otro. Pareciera que estamos más interesados en relacionarnos a larga distancia que cara a cara; preferimos la presencia virtual y alentamos la ausencia física.

Esta obsesión por estar comunicados en todo momento lleva a uno a preguntarse si en verdad es necesario vivir en un estado de “conexión” permanente. Esta conexión no es algo condenable -todo lo contrario-, aunque debemos reconocer que la frontera que divide lo aceptable de lo extremo es difusa. No por nada el significado de esta palabra remite al enlace, la atadura, trabazón o concatenación de una cosa con otra.

Marshall McLuhan sostiene en su obra El medio es el mensaje, publicada en 1964, que las tecnologías actúan como extensiones del cuerpo, la mente y el ser. Así alude a la capacidad de las herramientas de extender nuestras habilidades. En este contexto, no es difícil ubicar al teléfono celular como continuación de nuestro oído y habla. Sin el celular y sus incontables facilidades, el mundo de hoy sería muy distinto. Pero la trampa está, y no es difícil caer en ella: nos volvemos dependientes y esclavos de un pequeño dispositivo electrónico, tanto que hasta sufrimos cuando lo olvidamos en nuestra casa o trabajo.

Es preocupante, además, el cambio que se está dando en lo relacionado con la vida privada y lo laboral. Hasta hace poco nos desentendíamos de nuestro trabajo apenas cruzábamos la puerta de la oficina o cuando el reloj marcaba la hora de volver a casa. Hoy vemos cómo lo profesional y lo privado se entrecruzan e invaden mutuamente. Las empresas “obsequian” a sus empleados teléfonos de último modelo con la intención de ejercer un mayor control sobre ellos, sin importar que no sean horas laborales o que el trabajador esté disfrutando de unas vacaciones. Asimismo, organizamos una comida con amigos mientras estamos en una reunión, o comentamos las últimas fotos en Facebook a la vez que estudiamos el importante contrato comercial que tenemos en el escritorio.

Este desorden de prioridades se traduce en que estemos dispersos ante tareas que nos exigen concentración y esfuerzo. Nuestra atención tiene corta durabilidad y nos cuesta aprovechar el tiempo. Y así como no estamos presentes en esa conversación que mantenemos vía celular, tampoco lo está totalmente nuestro cuerpo, mientras la mente vuela lejos.

Sólo reconociendo esta realidad y el torbellino veloz de cambios que suceden a nuestro alrededor podemos ser capaces de no caer, débiles, en las tentaciones de la tecnología celular. Debemos diferenciar la utilidad de lo innecesario y perjudicial, reaprender las formas de comunicación que alguna vez tuvimos naturalmente inculcadas, y huir de ese limbo que nos absorbe del mundo real y que nos confunde con ondas, bits y dorremís.

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