[ENSAYO]
Que Pedro y el lobo, que las patas cortas, que te crece la nariz, que te vas a quedar sin amigos. Desde siempre hemos crecido con una inculcación moral sobre lo condenable y consecuente de las mentiras. Ocultar la verdad es socialmente inadmitido, causa de rechazo y aislamiento. A nadie le gusta el amigo que inventa historias para atraer el reflector, o la hija que baila hasta la tardía madrugada cuando creemos que está despertando en lo de una compañera, o la pareja que aclara que tiene una reunión de último momento y que se encuentra a hurtadillas con su amante. Nadie quiere eso.
Sin embargo, hay algo acerca de la mentira que no percibimos, aunque podríamos. Resulta que los mentirosos, si les prestamos atención, son tímidos y viven en la sombra. Podrán alardear máscaras ornamentadas, antifaces rústicos o guardar sus ojos detrás de lentes oscuros; lo cierto es que no hay un solo mentiroso que no se tenga secuestrado a sí mismo en su interior. Y este rehén que sujetan amordazado es apenas una silueta desfigurada, borrosa, marcada con la señal de la interrogación, que espera con peligrosa paciencia una respuesta del más allá.
Los mentirosos, por mentirosos, no son. Viven en una nebulosa interna de confusión, dudas y búsqueda constantes. Se sienten desconocidos, extraños hasta para ellos mismos. No logran descifrar el acertijo ni completar el cuadro. Se sienten solos, no se sienten. Se desesperan cuando caen en la cuenta de que pueden ser así, o asá, o de esta o aquella manera. Todo les es igual, todo les es indiferente. Son camaleones que exploran la escala completa de grises, pero nunca la del arco iris.
Hubo alguna vez quizá, cuando corrían autos de carrera o comían perdices con el Príncipe Azul, que perdieron una pieza de su rompecabezas. Una ínfima porción de lo que eran les fue arrancada, sin razón ni sentido, pero perdida al fin. Desde ese entonces caminan erradamente rodeados de una indiferencia egoísta o una simple ignorancia ajena. Buscan, a través de callejones sin salida, canciones ambiguas, laberintos y otras invenciones, ser vistos. Anhelan perdurar en la pupila del otro, convertirse por un instante en su pensamiento, por más escurridizo que sea.
Los mentirosos son increíblemente dependientes. Están atados a los demás por un cordón invisible. No pueden ser solos, son acompañados. Las trágicas circunstancias que los mutilaron los obligan a rogar en silencio con engaños y falsedades. Imploran porque alguien los oiga y los rescate. Quieren escuchar sus propias historias, sus recuerdos, sus anécdotas y detalles intrascendentes. Desean ser protagonistas de una vida que fue suya alguna vez, pero que escapó un día como cualquier otro, cuando ellos no prestaban atención y cayeron ante la sorpresa.
No alcanza con el tormento existencial que padecen. Los mentirosos también deben enfrentar la desaprobación de quienes descubren su mentirosa verborragia. Así son barridos a un lado y sus palabras pierden sentido; sólo subsiste en el aire el eco de una lengua muerta. Están atrapados en un espiral sin fin: quieren hacer contacto de la única manera en que son capaces, pero sus intentos fracasan una y otra vez. Se pierden, se frustran, se descorazonan.
Escondido tras un continuum de falacias hay un grito, un llamado a la corrección fraterna, a ser remendados. Estas personas intentan conciliar los polos de un discurso dividido: entre líneas reside la súplica por ser refutados, porque sus mentiras sean reveladas y transformadas. Añoran con ser descubiertos debajo de las gruesas capas de inventos y artilugios que construyen. No quieren convencer ni persuadir, quieren iluminar y ser a la vez iluminados.
Sólo un ojo avizor podrá verlos, sólo un oído atento podrá escucharlos. Es menester entrenarse para encontrarlos y, una vez divisados, dibujar esa silueta desfigurada y borrosa, revestirlos con sus identidades perdidas y arrojarlos nuevamente al mundo.
